Presentamos una selección de microficciones de Victoria Cáceres (Buenos Aires, 1968). Ella es Licenciada en Letras de Universidad de Buenos Aires, y escribe ficción y ensayo. Su obra ha sido traducida al inglés, coreano, malayalam, uzbeko, italiano, ruso y chino.
Fue elegida escritora internacional en residencia en International Writing Program, Iowa City, USA (2004); en Shanghái Writing Program, Shanghái, China (2014) y en HALD, Viborg, Dinamarca (2015).
Sus obras publicadas incluyen: El baño turco (cuentos, 1997); La fuga de Pollock (novela, 2014), El corazón cansado (novela, 2017); “La Retina Infiel” (2018) (novela finalista del VIII Concurso de Novela Contacto Latino), Ohio, USA; y Doméstico Banal (novela, 2019). En 2022 publicó su primer ensayo, Los papeles de Juan Carlos Mauri, una biografía de su abuelo, escritor miembro del Grupo de Boedo, una de las vanguardias argentinas de 1920 cruciales para la historia literaria argentina.
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Cerdo, cigarro y té verde
Las ruinas y los templos y los shoppings quedaron atrás. En el medio del camino, el pueblo del té verde. Las rejas de madera, la somnolencia, las colinas de sembradíos de hojas verdes.
Es una hoja lo que ella usa para escribir.
Es una hoja lo que hace que el té verde no se oxide, y que sus ojos luzcan siempre como lágrimas contenidas.
Primero viene la ruta, después los sentidos colmados de excesos. El sabor de la grasa de cerdo dorado, la transparencia del vaso con hojitas verdes, tan ácidas como sus recuerdos, y en la bruma del aire libre, el intoxicante perfume del Cohiba, sus papilas a punto de estallar, el tiempo finalmente estaqueado, la realidad supeditada al ritmo de la fogosidad ahuyentada, desde su boca al mundo.
Queda el camino, siempre, esperando paciente ser elegido, ser recorrido y ser olvidado por un sendero alternativo y deliciosamente degustado, como el cigarro, como el cerdo, como el té verde.
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Cuarenta y nueve noches en el Paraíso
El Paraíso se dice de muchas maneras, diría el filósofo en sus borracheras de poesía. Y a veces será la ciudad nueva, la ciudad vieja, la del Este y la del Oeste, pero a menudo, será una confluencia de almas y cuerpos entre vapores de alquimia.
La estadía en el Paraíso comienza ineluctablemente con una larga temporada en el Infierno, y es cuasi obligatorio atravesar ríos, puentes o kilómetros de vuelo para llegar a destino. A veces, el viajero no sabe que ha llegado hasta que está casi por volver al camino que lo conduce a un nuevo circulo, un nuevo bucle, una nueva nave. Aún está a tiempo de gozar de la construcción que le ha llevado tanto, la máquina que se ha esmerado en perfeccionar, hasta que sirvió de transporte para sus deseos más salvajes.
Pero, al igual que con un hombre sediento tras una travesía en el desierto, ¿cómo se entrega este ser obnubilado al exhaustivo embelesamiento de los sentidos, el primer indicio de que se ha cruzado el umbral del destino soñado?
La maldita duda que opera como paracaídas en el transcurso de los tropiezos y los golpes de la ida se torna enemiga de la entrega y condición impecable para renacer y empaparse de Paraíso.
El Paraíso entonces puede empezar en cualquier localidad y en cualquier huso horario, y sólo la docta capa de piel de los dedos y de los párpados podrá dictaminar su paradero.
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El abrepalabras
La nueva ciudad es como condimento enlatado, imposible adivinar a qué huele. Se reclina en la distancia, por las noches, con sus mega edificios apagados y parece que fuera a confesar finalmente; pero amanece y aún hay silencio en el reflejo feroz del sol contra el metal dorado de los altares profanos.
La nueva ciudad está siempre despierta, alerta, debe controlar cada milimétrico andar, cada sílaba y cada mirada. Más no interviene. Ofrece, generosa, su cosecha de ascensores, árboles, caminos elevados, fetiches uniformados, diminutos transmisores, libros que son teléfonos, a sus millones de aturdidos vividores.
Jamás se disculpa. ¿Por qué lo haría? Y es ella quien puede elegir, la ciudad le dice: el puerto está habilitado. Y, sin embargo, se siente conminada a seguir el ejemplo de la no palabra, de la no mirada, del llanto extirpado antes de brotar.
Sospecha que es cuestión de tiempo, que necesita adquirir la tonalidad del idioma camuflado para decir
que sí
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El ritual de apareamiento en la ciudad de las nubes
Volviendo por el camino elevado, los edificios brillan al sol, le gritan que esta es la ciudad del futuro, la de las aventuras de los libros de ciencia ficción.
El aire envuelve como un abrazo profuso, los cuerpos abundan, pero merodean con soltura, sin chocarse, visibles pero demarcados dentro de su piel.
Ella se pregunta si soportará la distancia, los labios lejanos, si necesitará la cadencia estruendosa de los saludos porteños. Teme la respuesta contundente, mira para otro lado, escucha otra canción, se asegura una vez más de que los rascacielos siguen ahí de fondo de pantalla.
Esta ciudad no es una dama caprichosa, es más bien una sultana tras un baño de inmersión, contemplando, mientras cepilla su cabello repetidamente, a sus habitantes marchar como hormigas.
Y el remanido cliché del amor tímidamente se muestra en los hombros siameses de las parejas, en su andar compaginado, en el nombre emitido breve pero puntualmente al cruzar la calle en la multitud, como un rezo. Nadie aprisiona a nadie en esta tierra de libertad controlada y una mirada resignada expresa el deseo alborotado en las pupilas (que son propiedad del cielo).
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