Miguel Colomé, nuestro colaborador, nos comparte un relato de Mario Ramírez Córdova (Cárdenas, Tabasco, 1993). Licenciado en Idiomas por la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco (Ujat). Ha publicado el libro de cuentos Los sueños de Lemuria (Casalia, 2022). Participó en la Antología de Literatura Contemporánea Tabasqueña Voces desde la casa (Secretaría de Cultura de Tabasco, 2019). Ha publicado en las revistas Cinzontle (Ujat), Punto en Línea (Universidad Nacional Autónoma de México, UNAM) y Letralia, Tierra de Letras.
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Nínive
Un océano de arena se alzaba ante nosotros. Colocábamos nuestras casas de campaña cuando un remolino de polvo se levantó a nuestras espaldas. Nos colocamos a la sombra y miramos las amarillas tierras del horizonte. Un secreto dorado flotaba en el aire. El misterio de muchos siglos se cernía sobre las dunas. Habíamos caminado mucho. El agua casi se había agotado. Y el guía había dado media vuelta de regreso a Bagdad cuando revelamos hacia donde realmente debía llevarnos. Afirmó que podía guiarnos a cualquier lugar, excepto a la zona que le proponíamos, o quizá, lo mejor era que regresásemos a Bagdad. Nadie va allí, dijo, excepto los absolutamente estúpidos y de los cuales no se vuelve a saber nada.
No prestamos oído a sus palabras y continuamos marchando con el sol sobre nuestras cabezas. Nos reímos mucho aquel día, pero los siguientes permanecimos mudos por la fatigosa caminata. Al cuarto comenzaron a escasear nuestras vituallas y el arrepentimiento asomó en nuestra conciencia. El infierno se desató y se aferró al anémico ímpetu que nos quedaba.
Al quinto nos detuvimos y acampamos, como ya dije al inicio. Y entonces, vislumbramos en la lejanía una figura que corría hacia nosotros. Dios santo, un hombre en medio de la nada. Usaba una túnica que chispeaba con los rayos del sol, y era de complexión ancha, con el cabello oscuro hasta la cintura.
—¡Ha caído! ¡Ha caído! —vociferaba, mientras se acercaba—. ¡Ha sido saqueada!
—Esta delirando —dijo uno—.
Entonces el hombre se detuvo frente a nosotros y dijo:
Atención. Escuchad con atención lo que le aconteció a Nínive, la ciudad de la fábula, pues era hermosa en esplendor y se alzaba a orillas del Tigris, el río de la vida que irriga toda región y fluye desde el mar superior hasta las aguas inferiores. A sus pies, hacia el sur se hallaba Caleh y sobre su cabeza, hacia el norte, Dur sharrukin, construidas desde antaño por antiguos señores. Pero ninguna de estas ciudades igualaba en edad y belleza a Nínive, la maravilla del desierto. Una fortaleza hecha de ladrillos de arcilla cocidos al horno la rodeaban. Brillantes figuras de toros alados embellecían sus muros para gozo del visitante.
Tenía solo una entrada principal y allí, mirando hacia el saliente se hallaba la estatua del sapientísimo Enki, tallado en una piedra arcoíris traída del lejano Egipto. La razón por la cual sus ojos miraban hacia el oriente es un misterio. Algunos cuentan que fue en el saliente donde el dios planeó la creación del mundo. Otros dicen que fue allí donde ocultó el Gran Secreto.
Después de la puerta principal se hallaba un segundo portal flanqueado por torres negras, las cuales Assurbanipal, el poderoso rey de Asiria y señor de las cuatro regiones, había llamado Manos de Nergal. A continuación de aquella entrada, una amplia avenida se abría entre dos colosales paredes que conducían a un patio pavimentado con losas de ónix donde se erguía el ídolo del dios Nergal. Su cuerpo era de bronce oscuro pero se convertía en rojo resplandeciente a la hora del tributo. Cobraba vida y extendía las palmas de las manos para recibir niños que se le ofrecían. Eran consumidos por las brasas de su ardiente estómago. Y nadie, ni siquiera uno lloraba por aquellos niños, ya que había la creencia de que eran felices al morir, pues momentos antes de ser engullidos esbozaban la famosa risa sardónica.
Había también en este amplio espacio tres avenidas más. Una conducía a los hermosos jardines del rey, donde se cultivaban orquídeas, napelo, mandrágora y muchas plantas de países lejanos. Y cuando el rey se despertaba era conducido en su litera de oro, ataviado con vestidos púrpura sobre los hombros de sus esclavos traídos de tierras etíopes. Y allí pasaba buena parte de la mañana, a lado de su hija, la princesa Cilara.
La segunda avenida guiaba al salón de la belleza, al aposento de la música que desde antaño había sido construido por dioses. Para hacer honor a esto, Assûrbanipal había traído de sus campañas de guerra a tañedores expertos, doncellas del arpa para que cantarán lo que no hay ya sobre la tierra. Eran habitantes del país de los sueños. Y al atardecer, cuando el rey se hallaba fatigado, era conducido al salón de la música, donde pasaba buena parte de la noche hasta que la pálida luna se izaba en el cielo.
La tercera avenida conducía a la gran biblioteca donde Assûrbanipal había guardado toda la sabiduría del mundo. La entrada a este salón estaba custodiada por una soberbia estatua tallada en un rubí gigantesco, a semejanza del rey de dioses y dios de reyes, el magnífico Assur. Por orden de éste dios se habían reunido todos los conocimientos arcaicos que otorgan supremacía sobre los hombres. La genialidad de las mentes antediluvianas yacía plasmada gracias al punzón de caña sobre tabletas de arcilla, junto a las secretas artes heredadas por los Apkallu. Y ciertos días sagrados, de acuerdo a costumbres antiguas, el rey se recluía en aquel salón y escudriñaba aquellos caracteres en forma de cuña. Y no se le volvía a ver en varios soles, pues lo que leía ofuscaba su mente y su cuerpo.
Había también tres gemas de gran valor en Nínive. Piedras de los monstruos marinos, traídas por magos para adorno de Asiria. La tercera más bella tenía forma de escarabajo. Era llamada Dwombu y se encontraba incrustada en el pecho de la estatua de Enki, pues este escarabajo es su divisa y su señal. La segunda más hermosa tenía forma de cobra del desierto y se hallaba en forma de brazalete en la muñeca de la hija del monarca. Pero la primera piedra sobrepasaba en hermosura a estas dos anteriores y se hallaba en la corona de Assûrbanipal. Era un rubí-salamandra.
Sin embargo, en los corazones de la tierra maduró la envidia. Las deidades conspiraron para ruina y perdición. Los nigromantes del lejano Egipto agitaron sus cálices de sangre y decretaron un destino siniestro para Enki. Las estrellas y la luna, opacadas en belleza por los hermosos chapiteles de Nínive exigieron venganza y susurraron en los oídos de adivinos y astrólogos una maldición. Hablaron profecía y señalaron el día exacto de su destrucción. No hubo hombre ni mujer ni bestia que no hubiera escuchado sobre el destino de Nínive. La sombra escarlata de la muerte se levantó del saliente y descansó sus garras sobre la maravilla del desierto.
Así fue como yo, Dardarion de Nippur escuché un día un gran alboroto de guerra y avisé a mi señor que Babilón y los pueblos bárbaros de los Montes Zagros sitiaban la ciudad. Pero Assûrbanipal, prestando oídos a las profecías de los días anteriores se encerró en el salón de la música con sus tañedores y flautistas, con sus mujeres, sus perros y sus caballos favoritos, y encendió en medio de aquella sala una gran hoguera y ordenó tocar por última vez las encantadoras melodías del país de la Fábula mientras se dejaba quemar para no caer en manos enemigas. En cuanto a mí, el rey me había ordenado que huyera lejos y contará lo que Nínive había sido en sus días de esplendor y la forma en que había caído.
***
Entonces, Dardarion de Nippur se puso de pie y se alejó repentinamente de nuestro campamento gritando a los cuatro vientos:
—¡Ha caído! ¡Ha caído! ¡Nínive ha sido quemada! ¡La maravilla del desierto ha sido destruida!
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