Hacerse hombre
Te odio; pero
no es mi odio el que te entierra ahora, entendeme; yo supe quererte. Siento que
no estoy enterrándote a vos, tío, acá entre los pinos negros y los médanos y a
estas horas: no, ni siquiera puedo decir con total dominio de mi conciencia que
soy yo el que te entierra. Es mi vergüenza la que cava, como si no fuera mía,
como si yo no fuera yo; y un poco también, cómo no, es mi infancia la que pasa
con vos al mundo de los muertos, lo que quedó de mi inocencia, de mi
virginidad. Recuerdo cuando me regalaste esos veinte soldaditos para mi
cumpleaños de seis. Fuiste vos mismo quien me llevó a ver a Boca la primera
vez, a los doce o trece. Pero por qué, tío, por qué lo de ahora. No había razón
para perderla justo en este momento tan feliz que íbamos a pasar en Pinamar. Mi
inocencia tío, mi inocencia. Las putas, a mí, nunca me movieron un pelo, te lo
dije, cuarenta veces te lo dije. Y si soy virgen a los dieciocho, qué. Pero vos
ahí, insistiendo con eso de debutar, de hacerse hombre. Y ahora mirate: tieso,
tendido como un pedazo de carne que empieza ya a tener olor. Cómo creés que iba
a soportar tener que pasar la noche con Milena, esa pobre entrerriana que
levantaste en el camino para hacerme macho, porque creías que yo debía y quería
al mismo tiempo. Y no pude hacerme macho, no pude tener ese sexo desabrido,
aunque tal vez me hice hombre con tu revólver y esta pala en esta noche en el
bosque.
◣◥◣◥◤◢◤◢◣◥◣◥◤◢◤◢◣◥◣◥◤◢◤◢◣◥◣◥◤◢◤◢
El país de
Alicia
A usted le va
costar darse cuenta; no es fácil estar ahí de ese lado; pero mucho menos de éste. Si mirase las cosas
con el mismo ángulo que alcanzo a ver, desde esta perspectiva de mundo, vería
los horrores aumentados, más cercanos, más reales. Pero lo que uno pueda o no saber en este
tiempo tiene ninguna importancia, ya ve: “¡A callar!”, oigo muchas veces por
ahí: “Que el silencio es salud”
Anoche usted estaba cansado y febril: lo vi
en sus ojos, y en esa especie de alergia a la verdad que los hechos suelen
cosernos en el rostro. Vivir escapando de los hechos para que la verdad no nos
nombre, ¿no es eso? No vaya a ser que por pensarlo –solo por pensarlo de alguna
manera vaga e indefinida– usted tenga la suerte de estar en una lista negra.
Entonces
hay que tomarse el mundo como si estuviera de nuestro lado, ¿no?, ahí a nuestro
alcance; trabajar mientras haya de qué, y olvidarse un poco de la sangre.
Lo veo derrotado. Últimamente pienso en
ello. Quizá por eso venga a verme con más frecuencia y más prisa. No soy su
amigo, pero es como si lo fuera. La clandestinidad tiene también sus
beneficios. Un altillo, una casa de quién sabe qué, reuniones a la madrugada y
yo a un costado de las circunstancias, mientras el mundo esperando que usted,
señor Juan, se digne a mirarse, a mirarme, como quien busca una respuesta. Tal
vez, claro, de este otro lado se sepan las cosas y las verdades.
En mí están plasmados todos los recuerdos,
desde las primeras reuniones, allá por la década del sesenta hasta los últimos
sucesos: supongo que sé quién es el entregador, pero cómo decírselo.
Pongamos que a Manuel se lo llevaron de aquí
mismo. Este altillo tiene mucha historia. Es él quien, después de largos tres
meses desaparecido, vuelve a casa y a las rondas de mate en este antro de quién
sabe dónde. Uno a uno van todos dejando su esquela en forma de cenizas de
cigarrillos. Los militantes van esfumándose, tragados por la tierra. Pongamos
que es eso. Tal vez sea también válido suponer que ya no le aguantaron más su
manera encabritada de mandar, de arengar a la tropa, de buscar que el rebaño lo
siga.
Está cansado y tiene odio contra mí porque
sabe que lo he visto y lo sé. Todo pasó por mí: reuniones secretas a sus
espaldas, arreglos de dinero, traición, algunas desapariciones. Y usted quiere
que yo le hable. ¡Cómo le voy a decir la verdad cuando solo le puedo mostrar su
cara!
Ahora vienen tras usted, y usted Juan bien
lo sabe; pero no diré más de lo que sus ojos muestran en esta luna empañada.
◣◥◣◥◤◢◤◢◣◥◣◥◤◢◤◢◣◥◣◥◤◢◤◢◣◥◣◥◤◢◤◢
Día
extraordinario
Hay días
extraordinarios; pero se sabe muy bien que son los menos. La mayoría de los
días de una mujer o de un hombre tipo por ejemplo como yo, son…, ¿cómo
definirlos…? Hágase la idea, la metáfora si quiere, de pensar estos días
comunes y ordinarios como ciruelas pasas secándose al sol. Son días que están
envejecidos y arrugados desde la primera de sus horas. Uno se levanta a la
mañana, va al baño, después se mira al espejo y se afeita, se lava los dientes.
Sabe por de más que se es más joven que el propio día. Que lo que viene después
es tan aburrido y quisquilloso como un viejo rezongón, tan viejo como un trapo.
Uno pareciera no quejarse en absoluto; es el día, rutilante por su opacidad, el
que viene a gobernarnos la cara, la intención, el trabajo y el yugo. Me levanto
sabiéndome lunes, pero pensando ser -deseándolo como siempre- próximo sábado, o
mejor: en lo posible una noche de sábado de verano con dinero en los bolsillos
para gastar en gustos y no en facturas de gas, teléfono y luz. Y ahí estoy,
frente al espejo del baño mirándome todavía la juventud. Soy un hombre joven,
feliz de serlo; pero lo extraordinario de la vida se confunde y se pierde en lo
que se sabe es salir a la calle, subirse al 102, arrancar para el lado de la
oficina, saludar a la cara de orto que tienen mi jefe, el jefe de mi jefe, la
secretaria y por supuesto mis compañeros y yo. Yo también tengo esa cara de
orto, esa cara de que no. De no querer esos días ciruelas pasas. Un día, un
hermoso día, seré por fin libre de los lunes, y de las tardes de domingo tan
despedidas, tan qué sé yo. Pero para eso tengo que envejecer primero. Pagar las
cuotas de vivir y ver pasar la vida por las ventanillas de ese tren que es
reflejo del deseo. Me niego a ser este lunes previsto desde el comienzo del
calendario y de la Historia. Pero ahí voy. Soy responsable y justo a pesar de
mi libertad de pensamiento, de ese no quererlo en absoluto. Libertario y
anarquista de palabras y de ideas, sí, pero como un buen cabrito me sumo al rebaño
del sacrificio y la condena: el deber. Es cierto que ayer fue un día
extraordinario. Un día más jovial y mucho más juvenil que la propia juventud.
Estaba en el bar tomando un gin tonic cuando apareció mi primo Alberto y me
llevó a la mesa de la pitonisa, una mujer muy rara que me tiró las cartas del
Tarot y me mintió con promesas de una vida afortunada, feliz; de esas vidas
hechas a nuestra medida y a nuestro antojo. Le creí. En ese momento caí en la
trampa de los sueños, de las ilusiones baratas que se forjan en una mesita de
madera gastada, manchada de grasa, con algunas aceitunas negras en un platito
de vidrio muy similares, en la semi oscuridad, a rancias ciruelas pasas. Me
preguntó primero cuáles eran mis grandes aspiraciones en la vida, qué pensaba
de mí y del mundo y cosas así; demasiado filosóficas las preguntas para mi
abulia, para mi ataraxia, para mi rutina de todos los días entre balances,
llamadas telefónicas, atenciones a las caras-orto y así. Pero me entusiasmé de
verdad; como que le seguí el juego y entré en esa ensoñación y entusiasmo de
dar a conocer mi verdadero yo. Después se aventuró diciendo que sería rico más
temprano que tarde, que no tendría que esperar mi santa jubilación y mi vejez
para salir a pasear el perro a las diez de la mañana, por ejemplo, o jugar al
ajedrez por porotos con vecinos socios del club social. Me emborraché como
tantas veces, pero en esta ocasión era por un motivo feliz; la adivina había
dicho que sería rico. Gasté de más, sí, como si tuviera todo por ganar. Alberto
tuvo que llevarme hasta casa y abrir la puerta y sostenerme para que no cayera
de cabeza sobre las baldosas de la sala; después me ayudó a llegar a la cama.
Dormí hasta recién y ahora la resaca me
está matando. Olvidado, claro, de mi horario de trabajo, de las caras de orto,
del módico sueldo que a fin de mes me darán o deberían (tal vez hoy mismo) por
los servicios prestados. Es tarde. Extraño que Lucía Menéndez no me haya
llamado aún por teléfono. Siento la verdad algo de culpa, responsabilidad. Esa
maldita carga ajena -porque es ajena y no la quiero- de tener que ir igual,
incluso tarde. Dicen que mejor tarde que nunca, pero no quiero imaginar la cara
de mi jefe cuando vaya a pedirle mi salario. “Tarde, otra vez, señor López.
¿Cuándo va a dejar de emborracharse los fines de semana?”. Quizá sea que ya se
hartaron de mí, y de mis llegadas tarde.
Pero tengo que ir igual. Tengo que ir. Maldigo a Alberto y a la pitonisa
mentirosa vendedora de espejos variopintos. Ahora subir al 102, viajar como
ganado, llegar tarde como muchas veces. ¿Me despedirán? Por un lado, sentiría
un alivio enorme, una liberación, como si por un rato la carga fuera de otro.
Pero soy hijo del rigor capitalista y la responsabilidad puritana. Me visto.
Saco pecho. Y voy. Veo que en este día ordinario de lunes pareciera que el sol
se muestra con un tizne anaranjado, propio de un día no común, como si fuera yo
invitado a una felicidad. En el colectivo hay gente con el rostro feliz, se ha
borrado la cara de orto de todo mundo. No lo entiendo. Miro parejitas en los
parques, niños jugando a la pelota. Acaso estoy soñando todavía. Entonces
llegando a la oficina caigo en la cuenta de que es lunes primero de mayo.
◣◥◣◥◤◢◤◢◣◥◣◥◤◢◤◢◣◥◣◥◤◢◤◢◣◥◣◥◤◢◤◢
Una carta
desesperada y una paloma de la suerte
María:
Tengo acá estas
hojas blancas, iguales a las palomas que se desbordan desde la ventana. Hojas
blancas… como la nieve: son una oportunidad… o mi desahogo (vaya uno a saber),
y van siendo llenadas con tinta negra por mí, entre sístole y diástole, entre
mañana y noche. Darían tantas respuestas como preguntas tengo, como preguntas
vienen y van, como palomas vienen y van. Pero que, por sobrevolarme, nunca seré
yo capaz de responder sin un dejo de incertidumbre.
Alzo las manos
queriendo atrapar una, aunque tenga que desplumarla. Es un problema inexorable,
implacable, y son tantas estas palomas necias, tantas las preguntas…, como
monedas desparramadas o como campanas que suenan a deshoras, como ideas que no
alcanzo a entender o a valerme de ellas para encontrar una llave a la libertad,
o por lo menos a que me dé noticias tuyas.
Mi lenguaje, lo
sé, siempre es tonto, vasto pero tonto, demasiado prolijo y complicado como
para lograr decir lo que me pasa por entre las cejas, el corazón, entre estos
herrajes carcelarios.
El amor desde
el encierro. Cómo describir eso que me sostiene entre estas paredes sucias. Con
qué palomas, con qué papeles poder expresarlo con soltura. No sé.
Cazo palomas,
ideas, con esta red entretejida de pensamientos y sueños, pero en los sueños
soy el cazador y la presa. Soy aparentemente quien ama y es amado. Y al verme
en tal situación no hallo palabras pertinentes para decir cuánto, cómo y a
quién. Soy el arco y la flecha; el arquero y la flecha; la flecha y el blanco.
Todo junto. Amor. Amado. Amante. María: ¡Me hacés falta!
Solo me visita
el tan susurrante y acuciante deseo de siempre, esas estrellas interiores que
se agolpan y explotan en la sangre y la rebelan ante la muerte vulgar, en contra
del tedio y la condena de todos los días de polenta y salchichas, sin miel, sin
el dulce de tu miel.
No sé si existe
ese dios, y lo digo sin temor ni temblor, María, sin pudor y sin ley, que se
alejó de los templos para darle al cuerpo su piedad y su justicia... ¿Y… dónde
está ahora? ¡Qué justicia!
Lo más seguro
que tengo son estas palabras minúsculas, también blancas y condenadas como
palomas penitenciarias, que quisieran ser por un rato, más que una pulsión de
la vida un encontrarse con vos, con el beso de quien me espera –si es que
todavía estás esperando, si es que de verdad alguien te hace llegar las
cartas-.
Siento añorar
también mi piel de tanto aguardar algo del cielo que está ahí, afuera: aludido
entre las cartas sucesivas y los deseos
y estas palomas que vienen y van, del tamaño y el perfume de esa magnolia que
deshoja ahora sus flores blancas en la tierra del tiempo.
Tengo, María,
esta pena de andar con el alma encendida, sin poder tocar con esta mano que
escribe acaso tu mejilla, tus manos, tus pechos, la cáscara que encubre tu
corazón... Y esto arde, me arde por nosotros.
Desde mi celda
de piedra escribo para mantenerme lúcido, para no sucumbir a la muerte. Pero
esta es una manera de engañarme y decirme que puedo con esto, y justificar algo
de que por ser un reo culpable, y quizá un artista de la soledad, debo
postergar toda esta necesidad que me habita.
Tengo con vos
un solo canal por ahora. Son estas líneas insurrectas que pretenden romper los
grilletes para decir te necesito, te quiero cerca.. Pero cómo llegar hasta vos,
mi cielo, de qué manera abrirme paso en este tiempo de distancia y reclusión
obligada y abrazos que no son. Casi no se entiende cómo lo soporto. Cómo puede
ser, cómo es posible el amor así, cómo yo puedo amarte, María, todavía sin saber dónde estás, dónde estás ahora,
palomita de mi corazón.
Soy un hombre
que se apaga detrás de esta celda que mata, de esta carta que pareciera supurar
todo ese deseo, esa piel que hay en mí, un corazón que late a pesar de
todo.
Es lógico que
haya entre estas líneas una vibración, un querer estar, compartir, vivir,
amarte de una vez y para siempre. Pero como ves, ahí anda rondando el perro.
Ese gusano malvado que una vez quizá quiso ser aviador, ese búho de la muerte
que de niño miraba los pájaros y las golondrinas porque su voluntad estaba en
la libertad que tienen ahora estas palomas. Y ahí está, paseándose por los
pasillos entre las celdas, vigilante de estas vidas apagadas, tan oscuras como
la suya. Ese perro carcelero y vigía, a quien le debo las gracias por hacerme
el favor de recibir estas cartas que tal vez él mismo, estoy seguro, viene
quemando. Ese ser despreciable que vive preso como yo, pero condenado por el
destino y no por la buena o mala justicia de los hombres.
Me pregunto si
estás ahí afuera, María, esperándome aún. ¿Existís todavía? ¿Existo? ¿Estoy
loco entonces? Una vez te vi en la estación, enamorada; otra, fuiste vos quien
me vio ante el tribunal y mi condena. Yo sigo pensando que no me abandonaste,
que no te hicieron saber la verdad. Sin
embargo, algo me dice que ya sabés mi historia dado que no recibo tus
noticias, a no ser que el perro las esté quemando sádicamente. Que ese perro se
ocupa de leer estas líneas, que se ríe de mí y de nosotros, y las echa al calor
de la chimenea gris.
Sabrás que no
recibo visitas de nadie. Solo alguna vez tu fantasma se desplaza etéreo por el
patio, y te miro y estás entre triste y viuda, como todas estas palomas. Sin
embargo, tengo una esperanza. Si esta última carta, si este último intento de
carta pudiera atarse a la pata de una de las tantas tontas palomas que se posan
sobre el ventanuco…; tal vez si alguien encontrara una paloma marcada con el
mensaje de esta carta desesperada, no me importaría seguir comiendo polenta con
salchichas por una eternidad. Espero que esta boba entienda que es una
mensajera. Ojalá alguien me adivine la intención y te haga llegar la carta, te
haga saber que te quiero.
◣◥◣◥◤◢◤◢◣◥◣◥◤◢◤◢◣◥◣◥◤◢◤◢◣◥◣◥◤◢◤◢
¡Excelentes!
ResponderBorrar