Presentamos dos relatos de Carlos Vicente Castro (Zapopan, Jalisco, 1975). Poeta. Ha publicado, entre otros libros, Carcoma (Paraíso Perdido / Écrits des Forges, 2006), Late Night Show (Poesía Mexa, 2019) y Apócrifos + Circo + Un edificio en construcción (Mantis, 2014). Fundó y dirigió las revistas La Calle y Metrópolis y su libro más reciente es Salida de emergencia (Mano Santa, 2020).
Espiritismo
A Lilí
Desde que renuncié
a la revista de sociales y no me fue posible pagar el alquiler de mi
departamento en Bosques de la Victoria, regresé al único lugar donde me
recibirían sin mayores exigencias: la casa de mis padres. Luego sobrevino la
pandemia del coronavirus y toda maquinación para abandonar las comodidades
hogareñas se frustró. Seis meses después mi hermana Claudia se separó de su
esposo y terminó en la habitación de al lado. Entre semana la acompañaba su
hijo pequeño, un niño de cinco años adicto a los videojuegos y al ajedrez.
Claudia inauguró la
noche de su primer miércoles en casa con un ataque de pánico. Ya casi eran las
once cuando tocó fuertemente a la puerta de mi habitación. Estaba yo leyendo una
historia de terror en el Kindle. No esperó a que le abriera, sino que giró la
perilla con tanta vehemencia que me incorporé de la cama sobresaltado. Respiraba
con la agitación de un tren en marcha. Casi hubiera dicho que igual a uno de
los personajes que Arthur Machen describía en la novela electrónica que coloqué
sobre la almohada. Le tomó un minuto hablarme del motivo de su irrupción. Las
últimas semanas, tal vez con relación a su inminente divorcio, Claudia había
padecido una pesadilla recurrente: justo cuando lograba conciliar el sueño una
sombra borrosa la perseguía por un pasillo kilométrico, hasta que despertaba
tras chocar con alguna pared o las puertas del clóset.
Intenté convencerla
de que no pasaba nada anormal, susurrándole —somnoliento— que solo había
experimentado un devaneo de su imaginación. Tan inquieta y temerosa me pareció
que decidí levantarme y acostarme junto a ella en el colchón matrimonial
colocado sobre el suelo, en espera de la base que ya habían mandado hacer al
carpintero nuestros padres, con cajoneras para guardar los objetos acumulados
en el pasillo.
Me cogió el lóbulo
de la oreja con sus dedos tibios, como cuando éramos niños y se refugiaba de la
oscuridad en mi cama. Una ocasión, saltó sin pensar y la base no
soportó nuestro peso, caímos de bruces y yo me descalabré al golpearme contra
la pared. Desde entonces sobresalía un minúsculo cuerno en mi frente que
justificó mi apodo de por vida: Diablo. Le recordé el accidente y reímos. Poco
a poco se tranquilizó, hasta quedar dormida.
Los siguientes días
fueron de tanto ajetreo que al parecer olvidó el episodio. Incontables eran las
cosas acumuladas en seis años de matrimonio: no cabían en los cajones de su
habitación y tuve que irles haciendo lugar en mi clóset, primero, luego en mi
cómoda y buró. Le sugerí despejar el librero, aconsejándole que se deshiciera
de los títulos que ya nunca leería. Mi habitación se llenó de cajas y objetos,
de tal modo que me costaba trabajo recostarme a leer o mirar televisión.
Claudia aprovechaba
la menor oportunidad para platicarme sobre su divorcio. Se preguntaba —y ella
misma acababa respondiéndose— si había hecho bien abandonando por segunda vez
al único novio y esposo que había tenido, pese a ser bastante atractiva. Ahora
debía pensar no solo en sí misma, también en un ambiente seguro para su hijo.
Por las noches, cuando el ajetreo no la distraía, se sentaba en el colchón y
miraba en silencio los reflejos de la ventana, como si planeara su próximo
movimiento.
El sábado que le
trajeron la base para su cama, Claudia celebró. Mis padres, entusiasmados
porque un acto tan ínfimo la alegrara, le prepararon un estofado que todavía
saboreo. Nos venía de perlas un descanso de la ansiedad provocada por estos
meses de encierro sofocante.
El lunes siguiente,
Claudia decidió hacer valer un curso de tanatología al que se había inscrito
meses antes y entretener su tiempo libre como voluntaria en los servicios de
búsqueda de desaparecidos. De vez en cuando también visitaba la morgue para
solidarizarse con los familiares de quienes habían disipado su existencia
cotidiana sin previo aviso. Salieron un soleado mediodía al Oxxo, a por las
tortillas, al centro comercial con la novia o el novio, a la oficina o de paseo
y no regresaron nunca más.
Al niño le
encantaba el videojuego Cuphead: pasaba tardes enteras viendo tutoriales donde
un par de tazas antropomórficas intentaban recuperar sus almas venciendo en
juegos de azar a los sirvientes del diablo tras las puertas de un casino.
Cuando se hartaba, sacaba las piezas del ajedrez, las colocaba una a una sobre
el tablero con parsimonia y sorprendía con algunos de sus caníbales
movimientos, apenas si reparaba en mi presencia.
Claudia continuaba
padeciendo arrebatos de pánico nocturno aunque habían transcurrido meses desde
su mudanza. Cada vez iba menos a mi habitación porque yo la acompañaba sin
preguntarle. La falta de sueño comenzó a cobrarle la factura con un par de
ojeras que le enmarcaron los ojos y perdió por dos el peso ganado comiendo frituras
antes de la separación.
Una noche, cansados
de no dormir lo suficiente, entre broma y broma, nos decidimos a celebrar una
sesión espiritista. Solamente éramos Claudia y yo. Alumbramos la habitación con
veladoras y seguimos paso a paso el manual de instrucciones en una revista de
moda. La idea era razonar con el espíritu para que no causara más
sobresaltos. Obvio, no logramos nada: nos miramos uno al otro, como
preguntándonos qué sentido tenía todo esto.
Por lo general,
aunque mis padres estuvieran en casa, le cuidaba al niño, pero en esa ocasión
me decidí a ir con Claudia al voluntariado. Le aliviaba, en cierto modo,
convivir con gente sufriendo, servirles un plato de comida y escucharlos.
El director del
instituto forense le solicitó acompañar a una pareja de ancianos que buscaban a
su hija, o a su hijo, ya no sé. Nos hicimos el ánimo y les tomamos de los
hombros mientras caminábamos por el pasillo oloroso a formol. Quizá por andar
con gente desesperada como esta le daban sus ataques. Lo pensé, pero no quise
preocuparla de más en ese momento, ni ser indiscreto ante el dolor ajeno.
En cuanto los
ancianos cruzaron el umbral de la morgue empezaron a llorar desconsolados, y
Claudia, que había permanecido serena, no pudo evitar contagiarse. Los
apretujaba sin medir sus fuerzas, descendiendo con ellos al infierno de tener
ante sí los huesos apilados, ya sometidos a la prueba del ADN. El cráneo tenía
una cicatriz muy particular, su pequeña y rara protuberancia en la frente lo
hacía reconocible.
Mujeres africanas
Me robé de la biblioteca marista El Principito y un libro
de tribus africanas. Al Principito le taché con plumón los sellos
marianos y al libro verde con mujeres negras de grandes senos y tetas oscuras
lo escondí en el patio trasero de la casa, donde nadie lo vería porque ahí
arrejolan mis papás cuanto desean desaparecer.
Las viejas enciclopedias y los libros de tercero, cuarto y quinto
que mis hermanos y yo dejamos atrás sobrevivían en los estantes, aunque al lado
hubiera ropa tendida, estilando. Mi libro de mujeres africanas estaba bien
acompañado. De tribus, pero a mí lo que me interesaba eran esas mujeres
exóticas. Sus cuellos alargados con collares, sus labios inferiores agrandados
por aros, sus senos caídos hasta la cintura.
Es mi último año en la primaria. En los grados anteriores no hice
ningún amigo, tal vez porque llegué a este colegio en segundo y nunca me adapté
al acoso. Me gritaban el apodo que me ha acompañado hasta ahora: Pinocho. Y una
variante imbécil: Pinochet. Ese nombre aparece en las noticias que ven mis
papás, es un militar condecorado, pero a mí no me cae nada bien y me fastidia
que asocien su nombre conmigo. Y yo iba y los perseguía, y cuando los alcanzaba
no sabía qué hacer. ¿Por qué les iba a hacer daño? Dejé de ir tras ellos una
vez que salí corriendo tras Rodolfo, un güero chino que, al alcanzarlo, se
detuvo y me golpeó la tráquea con el puño. Caí al piso ahogándome, sin poder
respirar. Me repuse y conocí el odio.
Ya estoy grande y el próximo año entraré a la secundaria. Me he
pasado los recreos año con año circulando el patio, caminándolo como si no
esperara nada. A veces me compro churros empapados en limón y salsa Valentina.
O mi banquete preferido: Coca-Cola y Canelitas. Miro a los demás niños jugar
futbol, básquet, y no me atrae hacer lo mismo. Por eso descubrir la biblioteca
ha sido revelador. Me pregunto si se habrán dado cuenta de que me llevé estos
dos libros. Si me cachan con el del Principito, seguro que no lo reconocen
porque pinté los sellos con plumón negro. Los dibujos a color me parecen
encantadores. Ese de la boa que se come al elefante me ha seguido el día entero.
Quisiera que una boa se tragara a mis compañeros de clase.
Me pregunto cómo las mujeres africanas viven de esta manera, en la
selva, entre animales salvajes, acarreando pesados baldes de agua, despiojando
a los niños, cazando, bailando alrededor de una fogata. Es algo asombroso… y
real. Porque son fotos. Estas mujeres de senos blandos y —leí en el
libro— elongados viven como yo o como cualquiera. Andan tan
campantes y a nadie parece molestarle.
Día tras día, antes de ir a la escuela, mi mamá me prepara un
chocomilk que, para cuando llego a la cocina, se ha separado en sus
componentes. La espuma se adhiere al vaso y no me dan ganas de tomármelo. Sueño
que es África vista desde un aeroplano. Luego lo bato para que la fórmula
funcione en mi paladar.
El colegio es de puros hombres. Cada salón contiene al menos a
cincuenta de nosotros. Es una energía difícil de controlar. Se trata de
demostrar quién es el más fuerte, el más chingón. Quién gana cuando bajamos
corriendo en tropel por la escalera en el recreo. Quién patea mejor el bote de
Frutsi en los pasillos, como si fuera un balón sin portería. Quién hace girar
más veces el spirol con un amañado golpe de fuerza. Quién burla a los
jugadores para meter más canastas, más goles. De quién se burlan todos.
Tengo nariz aguileña, puntiaguda, y orejas grandes. Soy pequeñito
y flaco. Además, salto lleno de furia ante cualquier provocación. Soy el blanco
perfecto. Si le respondo a uno con un puñetazo, él y tres más me esperan a la
salida, me montonean.
El Principito encontró en otros planetas a personajes
inolvidables, pero al final regresó con su rosa y su borrego. Por la forma
misteriosa en que viajó, da la sensación de que siempre permanecerá en el
desierto. Ahora que observo mejor, los sellos de la biblioteca alcanzan a
transparentarse. Más vale que no me lleve este libro al colegio. Me paso los
días en la biblioteca y dando vueltas al patio. Doy vueltas y vueltas, ya ni
veo a nadie, solo me concentro en mi propio mundo. Es como si lo delimitara con
mis vueltas.
Creo que este patio sería divertido si fuera una selva con tribus
africanas. Mujeres negras y desnudas, de labios más sobresalientes que sus
narices, yendo de un lado a otro, cruzándose en mi camino mientras saboreo mis
Canelitas con Coca. Nunca había visto el sexo de una mujer. Y estas africanas
lo muestran sin tapujos. Parece que les resulta tan natural como un árbol, un
río. Y es tan misterioso como un pozo de agua.
El otro día deambulaba en el recreo cuando de pronto me quedé
ciego. Me invadió un tsunami de oscuridad que borroneó el mundo. Me asusté
muchísimo. Solo atiné a caminar moviendo mis brazos para no chocar con nadie,
hasta que alcancé un poste de básquet. Lo abracé como un náufrago al último
trozo de tocino, como en aquella historia de Arthur Gordon Pym. La gritería,
los juegos, niños corriendo, spirols girando, risas, de un momento a
otro todo cesó. Estaba solo con mi oscuridad, mi miedo.
Después de varias horas —así me pareció— empecé a ver, poco a
poco, de nuevo. No había ni Principito, ni mujeres africanas ni niños ni nada.
Mi mente en blanco. A lo lejos un señor, el intendente, recogía papeles. Muy
lejos.
Respiré profundo. Me encaminé tambaleando a mi salón, y
entré. Nadie me preguntó ni pío. El maestro daba la clase mirando fijamente al
pizarrón mientras los niños se arrojaban papeles arrugados y gises de colores.
Me senté en el pupitre con la rara sensación de lo inexplicable. Quizá, pensé, fue
un intento del Principito por llevarme a África a conocer mujeres negras y
exóticas. Solo que nunca nada sale como se espera.