Presentamos un cuento, un vídeo con la lectura de un poema, junto con una entrevista publicada en el periódico El Sol de Colombia, para acercarnos más a la obra de la escritora Elsy Santillán Flor (Quito, 1957). Ella es abogada, doctora en jurisprudencia, narradora, dramaturga y poeta, autora de 20 libros, de los cuales podemos mencionar: De espantos y minucias (1992), Furtivas vibraciones olvidadas (1993) y Gotas de cera en la ceniza (1999). Ha escrito cuento, poesía, teatro, novela juvenil e infantil. En 1987 Elsy comienza su carrera literaria con la publicación del libro de cuentos De mariposas, espejos y sueños. La mayor parte de su obra cuentística está reunida en el libro Los miedos juntos (El Ángel Editor, 2009). La escritora Elsy ha obtenido el Primer Premio “Jorge Luis Borges” (Club Femenino de Cultura y Embajada Argentina, 1995), el Primer Premio de la IV Bienal del Cuento Ecuatoriano “Pablo Palacio” (Centro de Difusión Cultural Cedic/Consejo Nacional de Cultura, 1997), la mención de honor del Premio «Joaquín Gallegos Lara» en Teatro (Consejo Metropolitano de Quito, 2011) y el Premio en colectivo Casa de Escritores y Poetas de Bretaña (París, 2012 – 2013).
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Figuraciones
“¿Es usted un demonio? Soy un hombre.
Y por lo tanto
tengo dentro de mí todos los demonios”
El temblor de mis piernas no me permite caminar
derecha. Avanzo a tientas, pasos lentos, agazapada en mi propio espacio.
Aquí vivo desde que tengo uso de razón. El
pánico detiene mis movimientos. Choco contra los muebles varias veces, persisto
en el empeño de encontrar el interruptor mientras el miedo y las tinieblas me
asfixian.
Los ruidos y las voces del exterior han cesado.
Eran fuertes golpes, voces maledicentes que
gritaban las peores amenazas. Voces escalofriantes. Voces de hombres.
Cuando hallo el interruptor, por un segundo,
recapacito ¿debo encender la luz? Vacilo pero alcanzo la salida del dormitorio.
Vivo con Lola, ella está anciana y un tanto
sorda. Ocupa unos aposentos en el altillo del segundo patio. Temo que salga y
sea asesinada.
Tiemblo.
No sé qué hacer, pego el oído a la madera pero
no escucho nada. De afuera llega el silencio.
No recuerdo bien lo que pasó.
Estaba acostada, durmiendo, cuando desperté al
oír voces y estruendos. Ahora tiemblo de puro terror. Hay una rendija de tres
centímetros de largo por unos diez milímetros de ancho y se encuentra en la
parte inferior.
Me deslizo hasta el suelo y tanteo para hallar
la puerta. Cuando la encuentro intento observar el exterior. No se ve nada,
pero me llega un olor, mezcla de madrugada y de las flores que, en grandes
maceteros, se encuentran en el corredor.
Tengo un viejo reloj herencia de mi bisabuela.
Su tic tac llega desde muy lejos.
Me siento en el suelo arrimando la espalda al
muro ubicado a pocos centímetros de la salida. Desde allí puedo sentir
cualquier cosa y obtener un mínimo campo visual.
He puesto el ojo en la rendija varias veces,
pero siempre es el mismo espectáculo: amanecer oscuro y oloroso. De repente el
sol ilumina y siento su calorcito desde donde me encuentro. Vuelvo a atisbar
por el resquicio y miro al macetero más cercano brillando en color fucsia. Me
extiendo por el suelo, desde esta postura procuro acaparar más visibilidad pero
no consigo nada.
No escucho la escoba de Lola barriendo las
flores que se desparraman por el patio.
Lola…, Lola es una mujer que vive en casa desde
hace años. Es viuda y sin hijos. Ayuda en todo, es como un familiar cercano y
querido.
Ella me crió junto a dos tías que fueron
hermanas de mamá.
Mi vida estuvo marcada por la muerte de mis
padres en un accidente automovilístico del cual no guardo recuerdo alguno. Las
dos tías murieron con infartos cerebrales cuando yo era joven. Águeda fue la
primera y Amelia la segunda. Jamás he podido olvidar las miradas de su
desesperada sobrevivencia. Ambas se paralizaron pero su angustia lo decía todo,
debían dejar la existencia. No podían seguir, no en aquellas condiciones. Lola
se quedó.
Empiezo a llorar bajito.
Calculo que serán las siete.
Lola empieza su labor a esta hora. ¿Estoy
decidida a salir? Voy hacia la ventana y la abro de par en par. La calle
está muy tranquila, pocos vehículos transitan a esta hora; la pequeña
tienda de enfrente está abierta.
Regreso a mi sitio. Mi corazón es un pajarito
encarcelado. Aferro los dedos a la aldaba y comienzo a abrir. No sé cuánto
tiempo gasto en esto, pero cuando la puerta queda sin su seguridad mis piernas
tiemblan más que antes. Razono y me doy ánimos a la fuerza. Solo hay que mirar
al exterior, la casa está bien cerrada, me encargo de mantener el portón con
cerrojo; no recibimos amistades, no las tenemos.
Una campanilla interna me recuerda que escuché
esas voces fuertes, gritos de odio, sonidos iguales a cuando se rompen vidrios
sobre el cemento.
Vuelvo a detenerme.
Gotitas de sudor chorrean por mi cuerpo. ¡Cálmate!
me grito, y pongo la aldaba nuevamente. Regreso a la ventana y me inclino
hacia el portón de la calle. Lo veo cerrado y respiro.
Decido volver a la puerta y esperar hasta
escuchar el sonido de la escoba. En esas estoy cuando escucho el timbre del
teléfono.
Mi corazón se hiela por el horrendo sonido que
siempre aborrecí. La tía Águeda tenía el teléfono en su recámara. Cuando murió
lo puse en la salita de estar. El timbre sigue sonando como un alarido infernal
que me altera cada vez más. Soy una mujer grande, pero aquel sonido siempre ha
sido desesperante, no he podido superarlo.
Vuelvo a la ventana buscando a Glenda, la
vecina, pero sus cortinas están bien puestas, seguramente duerme junto a Leo su
marido.
De golpe vuelvo a pensar en lo que sucede.
Ignoro el tiempo que ha transcurrido. Doy una mirada a la habitación, veo la
cama deshecha. Es una habitación muy grande: una pequeña salita, un armario
enorme, un par de cómodas de cedro.
¿Lola? ¿Dónde está? ¿Por qué no escucho el ruido
de su escoba?
Voy a la ventana. La calle tiene más movimiento,
los autos pasan por delante de la casa, en la tiendita el dueño vende pan y
leche. Una última mirada a la ventana abierta, la aldaba otra vez en mis manos
y comienzo a abrir despacio, recordando que las bisagras hacen un ligero ruido.
El sol me baña.
El corredor tiene mampara de vidrio que da acceso al patio principal,
con pileta incluida y buganvilia en flor. Desde ahí se ve el portón de entrada,
es de caoba y posee una fuerte cerradura. Avanzo hacia los cristales del
corredor…, uno, dos, tres pasos. Miro a ambos lados, todo está idéntico, los
maceteros con flores fucsias se encuentran distantes unos de otros, pero hay
uno en frente. El reloj sigue con su tic tac envolvente. Extiendo las manos
hacia los vidrios y veo el patio.
Me encanta tener todo en orden y el patio no es
la excepción. Las flores se ven magníficas, en sus maceteros blancos y verdes,
la pileta de piedra, la mesita de hierro forjado con sus dos sillas para tomar
el desayuno. Arriba el cielo calmo y una pareja de gorriones
entre las siemprevivas de los tejados.
Por la esquina del patio aparece la figura de
Lola, sosteniendo la escoba. Suspiro con alivio. Pienso que debo estar
enloqueciendo o lo que escuché en la noche solo fue una pesadilla. En fin…,
vuelvo a la alcoba para hacer la cama. Luego prepararé el desayuno y lo tomaré
en el patio.
Suena el aldabón.
Lola no lo escucha, está cerca de mí y le indico
que vaya a ver quién es. Vuelve enseguida con un hombre joven, de mirada dulce.
El hombre dice que es poeta y que está vendiendo su obra primigenia de puerta
en puerta. Pregunta si me gusta la poesía, le respondo que no. Sostengo en mis
manos el ejemplar y abro sus páginas. Tropiezo con una frase «Puertas
grandes de grosor indescriptible, observo su irregular contorno».
¡Basta! Grita mi alma asustada. Cierro el libro y se lo
devuelvo. El poeta no insiste, se despide.
El día transcurre lento. Vuelvo a sentir el
horror que soporté en la madrugada. Paseo por calles que no he visitado en
años, subo y bajo, miro almacenes, escucho conversaciones. Cansada llego a la
casa.
La veo tan hermosa.
Converso con Lola tonterías. Antes de irnos a
dormir, doy una vuelta por las habitaciones; sé que todo está en orden, pero lo
hago. Al acostarme pongo sobre el velador un reloj digital que compré mientras
estaba de paseo.
No entiendo el motivo pero he pensado mucho en
el poeta. Fui una tonta por no comprar ese libro del cual leí un fragmento que
me asustó. Pienso que aquel párrafo no tenía nada de extraño.
Pobre hombre. He tratado de recordar al libro y
su dueño pero mi memoria no registra nada. Lo que sí recuerdo es la carátula de
color tomate y ribetes verde oscuro. ¿Y él? ¿Claro o moreno? No lo sé.
¡Infeliz poeta! Debió recorrer mucho hasta
llegar a mi casa; acabaré olvidándolo.
Transcurren los días.
Me acuesto en mi cama limpia y suavecita con
sábanas recién estrenadas. Son los pequeños gustos que me doy de vez en cuando.
He abierto los ojos de golpe.
Estoy despierta y bien despierta ¿Qué pasó?
Permanezco en la cama aguzando el oído. Nada.
Doy una mirada al reloj: son las cuatro de la mañana. Una hora bastante extraña,
hora en la que no queda ni un alma en los bares, discotecas, salones. Hora en
la que las calles están vacías. Intento volver a dormir. Cuando el relojito
marca las cuatro y trece minutos el horror no tiene escapatoria. Igual que hace
que hace algunas noches, los gritos que profieren varios hombres estallan
afuera del dormitorio, vienen desde el patio. Son los mismos que ya había
escuchado, las amenazas son exactas.
Tiemblo, estoy quieta, iluminada apenas por el
reloj. Acabo de escuchar disparos, cinco o seis…, después el silencio. ¡No sé
qué hacer! Recuerdo que comprobé que la puerta de calle estuviera cerrada. Lola
no abre a nadie. ¿Por dónde entraron?
El pavor me circunda.
El teléfono está distante y debería salir para
llamar a la policía. No voy a hacerlo, no puedo hacerlo. ¿Por qué? ¿Quiénes
son? ¿Qué quieren?
Lo más prudente es esperar la luz del día. No
puedo pensar que ahora todo será distinto, hoy hubo disparos, los escuché muy
bien.
No tengo enemigos, no he hecho mal a nadie, mi
vida ha sido limpia. ¿Por qué? Extiendo las piernas. Espero. Faltan tres
minutos para las cinco de la madrugada. He aguzado el oído pero solo me llega
el silencio. Lola debe dormir a pierna suelta; como la vez anterior, no debe
haber oído nada.
Pienso poner la casa en venta. Somos dos
mujeres. Lola está vieja y puede salir de este mundo en corto tiempo. Compraré
un departamento chico, venderé o regalaré los muebles, no quiero más que los
necesarios. ¿Y si muero esta madrugada? ¿Si morimos Lola y yo? Un temblor
empieza a hacer presa de mis extremidades. Quiero vivir ¿Querrán matarnos? No
hice nunca mal a nadie. Lola es buena.
Miro la ventana. ¿Y si voy hacia ella la abro
y comienzo a pedir auxilio? ¿Leo y Glenda?
¿Estarán en su departamento?
¡Deja de pensar así¡ ordena mi voz interior.
Espero. ¿Qué espero? ¿La muerte? ¿Qué maten a
Lola?
¡Cállate!
Son las cinco y media. Treinta minutos más y las
luces del amanecer aparecerán. Intento pensar algo amable y lo único que viene
es el poeta anónimo vendiendo su libro, con el gesto angustioso del que está
necesitado. Apareció después de mi primera experiencia aterradora.
¿Y si fuera él?
¡Imposible!
Quizá venga también hoy, me encontrará
desayunando y ahora sí compraré su libro y le invitaré a compartir el desayuno conmigo.
¿Cómo era su rostro?
Ya no importa.
Lo único real es que estoy aquí, en medio de un
océano de terror; sola, íngrima, mirando un reloj de plástico que parece no
moverse; que parece burlarse de mi angustia.
¡Amanece!…, ¡Por favor amanece ya!
Las sombras de la habitación forman dibujos.
Cierro los ojos porque me aterrorizan aquellas formas parecidas a revólveres,
muñecas delgadísimas, platos, cucharillas, sogas. Se asemejan a los juguetes
que tuve alguna vez.
Me llega una escena de la infancia. Estaba
enferma, tenía fiebre y veía en medio del sopor a un enorme orangután saltar de
la cama al sillón y del sillón otra vez a la cama.
Cuando el animal se acercaba pegaba su nariz
helada a mi mejilla y a su contacto yo gritaba, estremecida. Lola y las dos
tías llamaban al médico… A pesar de estar mal era también muy feliz. No tenía
miedo. Estaba rodeada de personas que me daban seguridad. Quería que aquellos
momentos se extendieran, que el reloj marcara los segundos muy despacio.
Los minutos se eternizan. ¡Amanece, por favor!
Han transcurrido cerca de dos horas y no he
vuelto a escuchar gritos ni disparos. El reloj marca las cinco y cincuenta.
Decido esperar hasta las seis. A esa hora abriré la ventana y pediré auxilio.
No importa que en el barrio me llamen loca o cualquier otra cosa, importan más
nuestras vidas en estos momentos.
Suena el teléfono.
¿Qué pasa? Todo se repite como la vez anterior.
¿Quién llama? ¿Por qué llaman a ésta hora? ¿Por qué lo hacen?
Vuelvo a pensar en mis amistades y reconozco que
carezco de ellas. Apenas unas pocas vecinas entre las que se encuentran Glenda
y su esposo. Cuando era joven experimenté el punzante aguijón de la envidia de
aquellas a las que creía amigas. Me alejé para siempre, nunca me arrepentí.
Así transcurrió la vida.
Por fin el reloj marca las seis. Me deshago de
las cobijas. Llego hasta la ventana y la abro intentando no hacer ruido. Hace
frío y la calle está húmeda por la lluvia que ha caído durante la noche.
En el departamento de Glenda y Leo, las cortinas
están cerradas; bajo la vista y observo la entrada a la casa.
¡Está abierta!
Estoy paralizada, pero imagino que he sido
víctima de la delincuencia: los rateros entraron a mi casa, y los gritos y
disparos que escuché era porque se repartían el botín. No hay movimiento alguno
en las casas vecinas.
El
departamento de Glenda y Leo se mantiene como si no hubiera nadie en su
interior. La tienda está cerrada. Pasan algunos autos pero sus conductores no
miran hacia donde me encuentro. Si pidiera auxilio no me escucharían.
Lola. ¿Y si la mataron?
Me agacho y espío a través de la rendija. En el
campo visual aparece el macetero con flores fucsias. Aguzo los oídos, empiezo a
quitar la aldaba.
La puerta se abre y empiezo a ver a uno y otro
lado del corredor. El corazón brinca encabritado. Nada hay, salvo los
maceteros, las pequeñas alfombras, las mesitas con adornos de cristal.
Tengo la boca seca.
La mampara está ahí, solo debo aproximarme y
mirar al patio, nada más. Extiendo los brazos hacia los cristales, respiro,
miro el patio.
La visión no ha podido ser peor.
¿Por qué?¿Por qué aquí?
Trémula, vuelvo a mirar para cerciorarme, para
que la mente guarde lo que he visto y acepte que es cierto.
Detesto el desorden, siempre lo aborrecí…, los
muebles de hierro forjado están caídos, lejos unos de otros. Las piernas ya no
me sostienen y caigo al suelo golpeándome el rostro.
El dolor me vuelve a la realidad.
A rastras voy hacia el dormitorio, no puedo
levantarme, no siento la pierna derecha, pero he conseguido llegar a la
ventana. Algo ocurrió en mi cabeza. Ese algo tiene un nombre, se llama apoplejía…
es lo que tuvieron las tías.
Estoy trastornada, me estalla la cabeza, los
pensamiento se entremezclan, la inconsciencia parece ganar; el frío que entra
por la ventana abierta me hace demasiado daño.
¿Lola?
Los segundos pasan, la muerte se acerca, me
rindo a ella…
¿Lola?
Si aún está viva en sus habitaciones espero que
tenga fuerzas para llamar a la policía. Jamás sabré el motivo por el cual tres
hombres entraron a mi casa y se dispararon unos a otros, frente a la pileta del
patio principal, manchando con su sangre el orden establecido.
El día que recién empieza se va. Escucho voces
lejanas y sonidos de sirenas.
¿Dónde estoy?
Creo percibir el rostro del poeta mirando con
asombro por las ventanas de la ambulancia.
¿Cómo llegué hasta aquí? ¿Quién me trajo?
¿Y Lola?
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Entrevista exclusiva con Elsy Santillán Flor, por Melissa Nungaray
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